Las personas livianas son como los vestidos negros o las camisas blancas. Como los bolígrafos de cristal y las gafas de sol. Son sencillas, ligeras. Se posan en una conciencia como las caricias y acompañan con apenas un murmullo el discurrir de una vida. Las personas livianas poseen ideas claras y bien enlazadas y las explican en trazos limpios y despejados. Sus gestos son breves o duraderos aunque siempre intencionales, sin faltas ni sobrantes.
Las personas livianas tienen la mirada limpia y el alma siempre ordenada, porque en ella solo habita lo que en verdad es trascendente. Las personas livianas contrastan con las personas densas, siempre cargadas de dramas y disquisiciones, enrevesadas y carentes de puntos finales. Las personas densas son pesadas en el hablar y en el hacer. Con todo tropiezan, en todo se atascan. Son seres grávidos, tendentes a detenerse ellos y a detener a los demás, a sentar sus posaderas en la existencia ajena lastrándola y evitando que avance. Sus planteamientos se embarullan y apelotonan como hormigas en una miga de pan. Las personas densas aploman y apelmazan todo aquello en lo que se hacen presentes.
Las personas livianas son el justo ser y estar. Si están solas están bien y si están en compañía están bien también. Sonríen casi siempre, no porque no tengan cargas sino porque estas no las abruman. Como gozan de un espacio profundo poco decorado siempre están dispuestas a admitir algún elemento más, aunque sea de manera temporal, para observarlo mientras consideran si empasta con alguna de las interioridades que ya poseen. Y por eso escuchan bien, con toda el alma, mientras dibujan en su mente lo que se imaginan y lo colorean con su paleta, siempre mesurada. No usan más tiempo ni menos tiempo del que hace falta, ni invaden ni se retrasan. Nadan en las horas como en las olas del mar, acompañándose de ellas y en sincronía con el devenir de lo que ocurre a su alrededor.
Las personas densas se hacen notorias porque abultan demasiado y siempre parece que están fuera de sitio. Son estentóreas o abusivas, o ambas cosas a la vez. Absorben el protagonismo como un colector el agua y expulsan su embarullado discurso enfangando a la mente de su interlocutor, que se siente lejos de ser siquiera percibido. Y eso es porque las personas densas tienen reducido su canal de escucha. No en sus oídos, sino en su intención. Las personas densas no encajan bien con casi nadie pues, orondas y pendulares como son en sus devaneos, siempre acaban colisionando con alguien, como los coches de choque en una feria.
Las personas livianas tienden a los planteamientos elevados porque solo lo ligero puede ascender. No son místicas ni ascéticas, pero sí están en contacto con las fuerzas elementales que gobiernan el universo. Las personas densas, por el contrario, tienden a mirar el suelo que pisan y, a veces, hasta a hundirse en él. Solo hablan de rutinas, trivialidades, raterías y obviedades. Y, como lo hacen a toda hora, en su presencia es fácil caer en la tentación de pensar que la existencia se reduce a poco más que comer y dormir y que el trabajo es un insano incordio.
Hay más personas densas que personas livianas, porque la glotonería es de más fácil acomodo que la frugalidad, porque gasta menos energía levantarse que permanecer sentado y porque es más fácil dejarse arrastrar que contenerse. Por eso las personas livianas son un regalo en la vida. Son siempre un valor cierto en el devenir de la existencia, en el que tantos escollos y tropezones abundan. Porque siempre, sin ellas darse cuenta, con involuntarios gestos van prendiendo su ligereza a lo que somos y, quizá sin advertirlo tampoco nosotros, nos despegan poco a poco de la prosaica y húmeda tierra que pisamos para elevarnos hacia el cielo infinito, ese donde abundan las estrellas y los sueños.
Opinión