Tiempo de brumas

En la bruma nos ha dejado el tiempo. En la misma bruma. Con tanto descubrimiento, explosión y eclosión ya no sabemos si vamos o venimos. Un día estamos en el metaverso y al día siguiente escapamos de allí como colibríes espantados, y nos refugiamos en el espejismo de la inteligencia artificial. Pero luego ocurrirá un nosequé y saldremos de nuevo, esta vez como hurones sin madriguera, buscando nuevas presas que olfatear.

Mientras tanto, aquella injusta guerra provocada por un descerebrado prosigue su devenir y otro conflicto armado estalla en nuestras narices. Por su parte la inflación y los tipos de interés campan por sus respetos, incontrolados y ansiosos, y la política no nos arroja más que descaros, desplantes y desarreglos.

En la misma bruma nos ha dejado el tiempo. Nos tocan compases de vidas borrosas, de no saber a dónde ir, ni si deberíamos volver. Los teóricos del punto gordo y los gurús de la autoayuda permanecen silentes, porque lo del ser positivos, lo de la taza de desayuno que sonríe y lo de las personas vitaminadas cada vez nos convence menos.

Porque a pesar de todo lo que nos han anunciado a bombo y platillo, los nosecuántos peldaños para llegar a nosedónde, la meditación y el yoga, el ayuno porque sí, el neoveganismo y cuantas tendencias haya hoy bajo la bóveda celeste, a pesar de todo eso, parece que la gente sigue sin entender por qué su ser querido la abandona, por qué el jefe no le tiene más en cuenta, por qué no puede querer a su hijo recién nacido ni por qué sigue sintiendo esa sensación de inminente catástrofe justo detrás de la nuca.

Tiempos de brumas. Como si estuviéramos bajo el agua de una costa sucia, esas en las que el batir de las olas remueve el fondo y la arena permanece en suspensión. En esas aguas donde ni siquiera se puede ver la propia mano al estirar el brazo.

Tiempos de brumas. Sin recetas y sin apoyos. Y sin creencias. Porque como hace tiempo la modernidad nos llevó a confundir las churras con las otras, nos hicimos un lío morrocotudo con lo espiritual, y ahora todo lo que suena a desnudarnos de alma para abajo nos da la misma vergüenza que a las adolescentes cuando alguien les mira sus granos.

Cuesta encontrar referentes en este tiempo de brumas y despistes, de confusiones y miedos indeterminados. Cuesta encontrar caminos o brújulas, o estrellas en el firmamento, o cualquier otro indicio que nos diga que sí, que por aquí, que este es el camino.

Quizá los saberes propios no sean como los calcetines, que vienen en paquetes de talla única. Quizá la identidad no se pueda comprar en los grandes almacenes, aunque sean online y, quizá, ni siquiera conduciendo un coche autónomo uno pueda dejar de buscar su propio destino.

A lo mejor hay que regresar. A experimentar, a probar, a caer en el error. Y a perdonar el error. Sobre todo, nuestro error. A abandonar la corrección, política o de corrala, los caminitos prefabricados y las tardes en el centro comercial, inventándonos necesidades. A lo mejor hay que apagar la serie y cenar mirándonos a los ojos.

Quizá, en este tiempo de brumas, dado que no podemos ver a lo lejos, tengamos que intentar mirar más de cerca. A nuestra mano, a nuestro pecho, donde aún late nuestro corazón. Y preguntarle con qué nos quedamos, con qué de todo. Acaso resultará que, con ese mismo corazón en la mano, con nada de nada de lo que vemos. Y habremos de optar entonces por hacer las paces con nosotros mismos, apagar la máquina de buscar quimeras y ahorrar en cachivaches e ideologías tontunas.

Tal vez el nuevo paganismo sea el de anegar la profundidad que nos habita, el de cegar el amor que el mundo tanto ansía y el de ahogar nuestra capacidad de discernimiento. Acaso haya que volver a reconocernos el alma, a amar y a reconstruir el juicio de la razón, que tan lejos enviamos el día en que decidimos cambiar el ser por el tener y el saber por el aparentar. Ojalá que, en este tiempo de oscuridades y neblinas, encontremos la luz, cada cual la suya propia. Porque la luz se reengendra rebotando entre las gotitas de bruma y caldea su derredor. Y así, como luciérnagas, cada uno desde su mota de albor, comencemos quizá a vivir con menos ansiedad, nos confortemos en el otro y conquistemos al fin la paz.

Opinión

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