La eficiencia no nos salvará

Por Jesús Alcoba, director creativo en La Salle Campus Madrid

El mundo corporativo se está dotando de dos ingredientes que lo colocan en una situación de riesgo para su propia supervivencia. En primer lugar, la obsesión por la medición y la búsqueda del dato, que pretende reducir toda actividad a un indicador y toda sabiduría y experiencia a mera información. En segundo lugar, el individualismo narcisista que campa a sus anchas, quizá a consecuencia delas redes sociales, donde lo más importante es cada uno, lo que le acontece, lo que consigue o lo que le daña.

Sin embargo, lo que caracteriza a cualquier sociedad civilizada es la cooperación, cuando no la ayuda desinteresada. Y para eso hay que empatizar con el otro, con lo que necesita y con lo que vive. Pero si cada uno está ocupado de su propio índice, de su propio objetivo, de su propia meta, y ese conjunto de autorreferencias se convierte en la pieza básica en la construcción de su ego, la empatía quedará fuera de la ecuación. Porque la empatía siempre será más frágil que la eficiencia. Y siempre lo será porque es mucho más compleja y sofisticada. La eficiencia es un bulldozer, mientras que la empatía es un diente de león.

De hecho, aunque se conocen mil métodos para incrementar la eficiencia, es aún dudoso cómo y en qué cuantía se puede hacer que un ser humano muestre más empatía. Y si lo es que la muestre, cuánto más no lo será que la practique de manera auténtica.

El resultado es un juego de suma cero en el que, por el imperativo de la obediencia ciega al resultado a corto plazo, el universo de la mostración de resultados y la rendición de cuentas sube como la espuma, mientras la empatía se empobrece cada vez más, hasta quedar relegada a los rincones marginales de las organizaciones. Y, de esta manera, la trampa está servida.

Si a un trabajador se le dice que aquello por lo que se le valora —y por lo que se le recompensa— es un objetivo en particular, y esa persona siente que la consecución de ese objetivo es lo primordial en su vida, porque es de lo que puede hablar, con lo que logra estatus y de lo que puede presumir en un mundo de desbocadas vanidades, está claro que jamás abrirá la puerta de su despacho para ver qué le pasa al otro. Pero eso, lo que le pasa al otro, a este, a aquel, al de más allá, lo que a cada uno le ocurre, es justamente lo crucial para cualquier organización. Porque la superación de dificultades y el descubrimiento de motivaciones es lo que hace progresar a cualquier equipo. Y los equipos hoy son carreras de caballos en las que las gríngolas que cada uno porta imposibilitan si quiera echar un vistazo para ver al prójimo y observar si sigue con nosotros, o si por el contrario ha derrapado en la última curva reventándose los dientes contra el muro.

Desde esta perspectiva resulta hilarante contemplar los templos sagrados que se han edificado en honor a la eficiencia, a la eficacia, a la medición, al control, a la información ya sus indicadores, y las pobres migajas que se arrojan con desprecio a la empatía, que permanece, mendicante, con su raquítica espalda apoyada en ese mismo templo.

La eficiencia no nos salvará. No salvará por sí misma a ninguna organización a largo plazo. Sin embargo, la empatía sí podría hacerlo y, desde luego, su hija natural, que es la cooperación. Pero mientras que lo que le quita el sueño a alguien sean los problemas del de enfrente, luchará por sacarlos de su mesa ,de su mente y de su vida, atendiendo a los asuntos que tiene en su propia agenda. Que es lo que le da la paz y el reconocimiento. Y así es como los objetivos individuales, propulsados por la egolatría contemporánea, minan el bien común, son motivo de discordia, destruyen el trato amable y cordial, exasperan al más templado, vulneran el compromiso y, en fin, ponen en peligro los pilares mismos de cualquier organización.

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