Vuelvo horrorizado de las vacaciones de verano. Y no porque no haya disfrutado de ellas, que lo he hecho. Y mucho. Sino por la cantidad de niños que he visto pegados a un móvil o a una tablet mientras la vida real pasaba de puntillas a su lado. Niños sentados en tumbonas durante horas, en mesas de restaurantes, en barcos o autobuses haciendo “scroll infinito” en aplicaciones o redes sociales que vomitan contenido de todo tipo. Niños “zombies”, absortos en una vida irreal repleta de estímulos y recompensas inmediatas en forma de tokens, likes, créditos y vidas extras. Una auténtica bomba de relojería para un cerebro, el suyo, que todavía está sin desarrollar y al que estamos condenando a una adicción de consecuencias terribles.
Tenerles enganchados al móvil o a la tablet nos hace la vida más fácil. Eso es verdad. Nos deja tener conversaciones “de mayores”, leer más de dos páginas seguidas del libro que nos hemos llevado a la playa o poder dormir un poco la siesta. Sí, pero ¿a qué precio? Marian Rojas, médico psiquiatra y autora de numerosos libros sobre el funcionamiento del cerebro, afirma que dejar que los niños usen libremente los móviles es como darles las llaves del minibar y que se sirvan lo que quieran. ¿Tú lo harías?
Y es que los niños no deberían tener acceso a flujos continuos de contenido en ningún tipo de dispositivo y el consumo de contenido digital debería estar muy restringido hasta pasada la adolescencia. Distintos estudios han demostrado que la exposición prolongada a pantallas puede afectar a su capacidad de atención y concentración. Además, la sobreestimulación constante puede dificultar su capacidad para procesar información, conciliar el sueño o desarrollar habilidades relacionadas con el pensamiento crítico.
Es más, la exposición constante a redes sociales y otros contenidos en línea es una de las razones que apuntan los expertos como causa del incremento de cuadros de ansiedad, depresión y baja autoestima entre jóvenes y adolescentes de todo el planeta. Todo ello, sin mencionar el notable aumento de la obesidad infantil asociada al cambio de hábitos que todo ello supone.
Personalmente, no soy nadie para dar consejos acerca de cómo debe educar cada uno a sus hijos, pero sí que creo que, como sociedad, tenemos un problema del que todavía no somos plenamente conscientes. Un problemón, diría yo, del que saldremos a costa de sacrificar una generación entera de niños adictos a la dopamina y, por ende, permanentemente insatisfechos, impacientes, incapaces de prestar atención y me temo que, crónicamente infelices. Una generación que necesita urgentemente unos padres que entiendan los peligros asociados al consumo excesivo de pantallas, las consecuencias de acceder a una barra libre de contenidos a través de internet y las implicaciones cognitivas irreversibles que todo ello puede tener para sus hijos.
Ojalá me equivoque y entre todos, padres, profesores, legisladores y especialistas, seamos capaces de ponerle remedio a tiempo. Por el momento, la llave del “minibar” en nuestra casa estará guardada a cal y canto el mayor tiempo posible, aunque sea a costa de dormir menos tiempo de siesta, de tener menos conversaciones de “adultos” en nuestras sobremesas o de tener que posponer mis lecturas veraniegas a un mejor momento.
Opinión