Desde la consolidación del interés por la responsabilidad de las empresas ante la sociedad hace varias décadas, Europa ha sido el líder mundial, dentro de su modelo político relativamente generalizado de preocupación por el bienestar de la sociedad y la protección del medio ambiente. En años recientes, las instituciones europeas han considerado que las acciones voluntarias de las empresas, si bien muy laudables, eran insuficientes, por su gran diversidad de impacto, por sus deficiencias y por las irresponsabilidades de algunas de ellas.
Por ello, la Comisión Europea ha desatado un vendaval de regulaciones. Regulaciones de protección del consumidor, del comportamiento de las empresas, de reporte de la sostenibilidad empresarial, de las responsabilidades de los mercados financieros, sobre la emisión de instrumentos financieros verdes, sobre el ecopostureo (greenwashing) en los mercados de productos de consumo y financieros, sobre la calificación de la sostenibilidad de los valores negociables, entre otras….. y todavía faltan algunas para cerrar el círculo.
Naturalmente el vendaval ha dado lugar a resistencias por parte de las empresas, de instituciones gremiales, y recientemente de los actores políticos que buscan la dilución o el retraso de algunas de las regulaciones. En la segunda mitad del 2024 se creó una tormenta perfecta de reacciones. La intensidad y amplitud de las regulaciones ha producido agotamiento en las empresas, hubo un movimiento hacia la derecha política en las recientes elecciones al Parlamento, se constituyó la nueva Comisión que favorece la desregulación, regresó la derecha populista en EE.UU., que disuadirá la competencia extranjera y sobre todo por el informe Draghi, The Future of European Competitiveness, que aboga por la desregulación para mejorar la competitividad de Europa frente a EE.UU. y China en particular, y que dio lugar a la Declaración de Budapest, con la cual los lideres políticos asumieron el compromiso de reducir la carga regulatoria, en particular la de la sostenibilidad empresarial.
Así como se les fue la mano a los burócratas con las regulaciones, escritas por idealistas, tomando poco en cuenta el impacto y la reacción de los afectados, se corre el riesgo ahora de que se les vaya la mano a los dirigentes políticos con la desregulación. Dirán que lo harán sin afectar su espíritu, pero ante el impulso de la tormenta perfecta se corre el riesgo adicional de que las empresas, al ver el tono cambiante de Bruselas y Estrasburgo, se relajen.
Y aquí se puede cometer un gran error y es el creer que la falta de competitividad de Europa es un problema regulatorio. Lo es, pero la falta de competitividad de las empresas europeas no se debe a que se están regulando sus relaciones con los consumidores e inversionistas, el respeto a los derechos humanos y la transparencia sobre sus impactos sociales y el medio ambiente. Es mucho más que ello, es un problema de subdesarrollo institucional, de crispación política, de un sistema educativo que no estimula el espíritu crítico y la creatividad, del retraso en la investigación en ciencia y tecnología, de una cultura conformista, de un ecosistema de innovación muy incompleto y de un sistema financiero averso al riesgo, entre otros.
Y pensar que hasta hace poco en Europa se creía que la sostenibilidad empresarial era un instrumento de competitividad y no que fuera su enemigo.