Realizar proyectos en un territorio conocido, una idiosincrasia controlada es una situación, y otra muy distinta es cuando vamos a explorar el mundo, a nuevos proyectos, a caer en paracaídas y conseguir un contrato.
Porque la malicia o la trampa feroz de hoy en día es que se lleva el contrato el más barato casi en la mayoría de las ocasiones. ¿Pero qué consecuencias trae esto, qué acarrea al recién llegado? Muchas. La primera es aprender, conocer, asustarse, desarrollarse, mejorar sus procesos, adquirir nuevas capacidades, que son muchas y no tan limitadas.
El paso inicial es la apertura cultural, lo de “aquí se hacen las cosas de otra manera”, que puede ser mejor, o peor, todo es discutible. Con ese avance ya salimos de la zona de confort, de las costumbres, de cómo se hace habitualmente. Este cambio empieza a entrar en la empresa de forma paulatina, gradual, a veces dramática o incluso conflictiva, pero con el tiempo se va aceptando, aunque habrá personas en las organizaciones que jamás la entenderán ni apoyarán.
Pero para conseguir esta transformación, la estrategia debe ser la de trabajar bajo el criterio de que es la empresa la que amplía su presencia en el mercado internacional y no es sólo una tarea encomendada al departamento internacional. Ampliar el horizonte en el exterior debe estar en el ADN de toda la compañía, desde el almacén hasta la alta dirección.
En este sentido, toda la estructura de la corporación debe estar alineada, los principales objetivos tienen que plasmarse en la generación de un plan de acción que se traslade a cada una de las áreas y los departamentos que se vayan a ver involucrados: diseño, legal, fabricación, R&D, financiero, logística, compras, RRHH, etcétera.
Si hay una voluntad real y firme, un programa bien definido que involucre a todo el capital humano, el éxito de la implantación en nuevos mercados acaba por alcanzarse.
Sectores>Transporte