Vuelta a las Catedrales

En la Edad Media, la inmensa mayoría de la población era analfabeta. El conocimiento y las costumbres se transmitían de padres a hijos mientras que la función “educativa” y el control social eran responsabilidad de la Iglesia. Lo primero era aparentemente sencillo de conseguir. Se hacía mediante el boca a boca, dentro de las casas o en los talleres, pero ¿cómo hacía la Iglesia lo segundo? ¿Cómo transmitían las enseñanzas de la Biblia, los mandamientos, los sacramentos, el necesario temor a Dios o conceptos tan complejos como la Santísima Trinidad a personas que no sabían leer ni escribir?

El reto era gigantesco pero la solución que encontraron para lograrlo fue sencillamente genial. Sabedores de tener un público cautivo en iglesias y catedrales, decidieron construir vidrieras en lugar de simples ventanas. Pusieron pantallas gigantes llenas de color y mensajes sencillos en vez de meros cristales translúcidos. Instalaron iPads gigantescos cargados de información que mostraban su contenido una y otra vez a todo aquel que levantaba la mirada buscando respuestas. Las vidrieras fueron, sin duda, el gran aliado de la Iglesia a la hora de educar a decenas de generaciones en torno a una única verdad y unos sólidos valores. Hoy, las cosas han cambiado mucho. Bueno, no tanto. El porcentaje de personas analfabetas ha descendido drásticamente. Eso es verdad. Pero nuestra querencia por lo visual sigue intacta. De alguna forma, el paso de los años solo ha logrado que cambiemos unas vidrieras por otras, pero no que renunciemos a ellas. Vivimos igual de cautivos que antes pero ya no dentro de los templos si no presos de nuestros propios dispositivos móviles.

Hoy nuestras catedrales son de bolsillo y nuestras vidrieras tienen forma de pantalla táctil. Antes, nuestro cerebro no sabía ni leer ni escribir. Ahora que sabe se aburre cuando tiene que hacerlo. Prefiere luz, color y síntesis. Prefiere vidrieras que le faciliten el trabajo antes que tratar de digerir la ingente cantidad de información que recibe cada día. Las empresas e instituciones lo saben. Saben que estamos saturados, que nos aburrimos o despistamos con facilidad cuando tenemos que leer más de 20 líneas seguidas y que vivimos cada vez más sedientos de estímulos visuales y recompensas inmediatas.

Pero, ¿cómo captar la atención de un cliente para que compre mi producto? ¿Cómo despertar el interés de un usuario para que se baje mi aplicación? ¿Cómo comunicar mi programa electoral a un posible votante sin aburrirle desde la primera página? El reto que tienen unas y otras también es impresionante, pero, al igual que en la Edad Media, cuentan con un público rehén. Un público que vive aferrado a la pantalla de su móvil durante más de seis horas al día esperando a ser seducido por servicios o productos que le informen o entretengan.

Ahora solo es cuestión de que estas empresas e instituciones aprendan a contar las cosas de forma llamativa, novedosa, original, visual y simplista para lograr impactar en ellos y orientar su conducta hacia el fin deseado. Antes había que levantar la cabeza y ahora hay que agacharla, pero la función de las vidrieras y las pantallas sigue siendo la misma: comunicar para contar y contar para vender. Nada nuevo bajo el sol.

Opinión

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